NEVILLE descorrió las cortinas. Afuera en el exterior nevaba. Le agradó la imagen que tenía ante sí. Había dormido profundamente. Sonrió. Las peleas con su viejo amigo Aldo jamás le quitaron el sueño. La de la tarde anterior resultó ser incluso desagradable. Aldo era un quejica. Si lo soportaba era porque se conocían desde niños. El aroma del café lo sacó de sus cavilaciones. Apartó la vista del jardín nevado y se dirigió a la cocina. Allí como cada mañana a esa hora le esperaba Margaret y el desayuno. Febrero iba en dirección a San Valentín; y él, debía encontrar un momento en la rutina de los siguientes días para comprarle un regalo a aquella mujer. La suya. Miró el calendario al pasar por delante del escritorio. Era cinco de febrero. Le sonrió al calendario y dio un pequeño brinco de alegría. Cuando estaba de buen humor solía dar saltitos golpeando un talón con el otro y cantar. Lo hacía sin reparar en ello. Inconscientemente. De manera natural. A media mañana se le ocurrió sentado en su butaca de lectura regalarle una lámpara, de modo, que se levantó, se dirigió al armario, se abrigó y salió en su búsqueda. Margaret era cocinera en un centro de voluntariado. No regresaba a casa hasta las cuatro de la tarde. Pensó que tenía tiempo de sobra. Al cerrar la puerta tras de sí y voltearse para enfilar la acera: febrero para su satisfacción le dio en la cara. Le gustaba el invierno. Al jubilarse dejó de conducir del todo. Prefería andar. En esos días sólo debía permanecer atento para evitar resbalarse. La última vez que resbaló se fracturó el cóndilo femoral externo de la pierna izquierda. Mala pata. Gracias a Dios no hubo que intervenirle quirúrgicamente. Su Doc de manera repetitiva subrayaba cuán afortunado había sido por ello. Al oírlo él respiraba profundamente y no le contestaba. Dejaba la mente en reposo. No pensaba en nada. En sus años como piloto de carreras con esa técnica había aprendido a no perder el control del volante. Se pensaba de él que era un tipo tranquilo, sereno. Lo era. Ciertamente lo era. Tras recuperarse continuó caminando. Es más, en cuanto pudo durante la recuperación siguió andando. Lo de conducir había quedado atrás. Le divirtió enormemente en esa mañana no ser el único al que se le había ocurrido salir de casa. Un petirrojo y un gorrión comían pan a las puertas de la panadería en su misma calle. Entró a comprarse un bollo relleno de crema y cubierto de chocolate. También compró una barra que al salir con parsimonia desmenuzó y repartió, a la par que caminaba, en el trayecto hasta la tienda de lámparas. Le gustaba aquel lugar de calles anchas en el que todos los servicios quedaban a un tiro de piedra. Abrió la puerta. La campanita sobre el quicio tintineó. La dependienta, una de las cinco sobrinas de Adelaida Whitaker (la que menos se parecía a ella), amablemente le atendió y le mostró los detalles de la veintena de lámparas de mesa que tenía en exposición. Neville declinó ver otras en los catálogos que la chica preparó sobre el mostrador, y se decantó tras echarle otro vistazo por una lámpara clásica. La lámpara que en un futuro cercano hasta el fin de los tiempos formaría parte de su existencia tenía un pie de hierro color óxido, trabajado con florituras vegetales, cuya pantalla de lino beige seguía el estilo marcado en el pie en colores subidos de tono como el azul, el morado, el naranja y el rosa. Generosamente la dependienta tras envolverla para regalo le ofreció entregársela en su domicilio a la mañana siguiente con la furgoneta de reparto. Neville aceptó. Lo que años atrás le hubiese parecido una ofensa, al interpretarlo como que a ojos ajenos necesitaba ayuda porque era viejo, no sólo lo parecía; ahora lo tomaba como el rasgo más preciado en las buenas personas: la bondad de corazón. Y, lo contrario, es decir, la ausencia del ofrecimiento le parecía consecuencia de la mala educación imperante en las generaciones que estaban llegando al mercado laboral. Lo que no sólo le molestaba, también le cambiaba el humor. Así que feliz por el trato recibido, libre de cargas mentales y físicas salió de la tienda encantado de la vida con la intención de regresar a casa a más tardar una hora después.
LOS INQUIETOS
© MARÍA AIXA SANZ, 2023
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