Acabo de encender el primer fuego del otoño. El primero de la temporada. El día venía demandándolo desde primera hora. Y, en ésta, con la luz dorada del otoño iluminando La Madriguera como oro viejo, he decidido prenderlo antes de sentarme a escribir. Anoche soñé con Denys. De nuevo. Otra vez. Soñar con Denys (más allá de las características del sueño) me reconforta. Tiene su explicación. Soy de pensar que quien bien te quiere se queda para siempre contigo, aunque físicamente no lo esté. Vivo o muerto se queda a tu lado y en tu existencia (que ciertamente también es la suya) como una presencia, sensación, sueño que reconforta e impide sentirte a solas. Está en el abrazo que te envuelve como una caricia cuando nadie mira, en el respirar al permanecer en absoluto silencio, en esa mirada distraída al cielo mientras otras voces hablan alrededor de ti, en la energía que como una ráfaga cruza la estancia y rompe tu concentración haciéndote voltear la cabeza, en los pasos invisibles que oyes a la que te descuidas y dibujan una enorme sonrisa en tu rostro. Pocas certezas ha habido (desde que el mundo es mundo) tan ciertas como que quien te ama en serio no te abandona jamás. Y, ahora, regresando al sueño: soñé que cocinaba uno de mis platos preferidos para Denys, y él, sonreía y reía, guapísimo como es. El gran acto de amor que para mí es cocinar sea para uno mismo o para los otros, en el sueño cobraba su significado. Cocinaba para el amor. Dicen que Universo guarda en sus entrañas para cada persona dos amores verdaderos. Entendiendo el amor verdadero como el transformador. El que te convierte en otra persona distinta y mejor a la que eras antes de conocerlo. El que te hace por vez primera sentirte en casa y acaba siendo hogar. A unas pocas semanas de cumplir los cuarenta y nueve años me satisface comprobar cuán llena de amor verdadero está mi existencia. Cuatro. Cuatro son mis amores verdaderos. Nuna, mi hermosa niña de cuatro patas; la literatura, oficio y razón de ser; mi marido, al que conocí con veinte años; y, Denys, al que conocí una fría mañana de enero al poco de cumplir los veintisiete. Los cuatro paulatinamente me han convertido en la mujer que soy hoy. No me sonroja escribir que estoy muy orgullosa de esa mujer. Ya lo creo que sí. De sus valores y valentía, de su fortaleza, determinación y talento, de que sepa estar a la altura a pesar y más allá de las circunstancias, de como sabe ser justa y leal a sus principios, y cuidar de sí misma. Luego, por otra parte y más a disgusto está el continente, el cuerpo, que abarca todo lo que soy. Si bien es verdad que el cuerpo no es mérito ni demérito de uno, sino que obedece a la genética que te ha tocado en suertes; cierto es, que a esta edad las costuras saltan y el cuerpo va tomando la forma que le viene en gana. Con lo cual está lógicamente mucho más viejo, maduro, gordo, canoso y cansado que hace una década. Un cuerpo, el mío, que actualmente precisa de deporte diario, que en algunos tramos de la jornada necesita apoyarse en un bastón, que se duerme por las noches en el punto álgido del capítulo de una serie, y, que por lo contrario, sonríe inmensamente feliz por cada poro de su piel cuando al despertar toma conciencia de la mujer que contiene en su interior y de la vida de fe y esplendor que esa mujer ha logrado alcanzar, y todo porque en su vida el amor que hay es del verdadero. Y ha descubierto que sólo el amor verdadero, es lo que nos vuelve inmortales. Sin pretenderlo, casi olvido darle la bienvenida a octubre, darle la bienvenida al décimo del año, enredando como estoy con palabras y amores en esta primera entrada del mes. De modo, que para hacerlo, regreso de nuevo a Denys. Al otoño de Denys y con Denys. A mi otoño. A las palabras sencillas y sabias de Denys. Con ellas brotando de su boca, de sus hermosos labios, octubre no ha podido comenzar mejor. Anoche en el sueño, sentado a la mesa, en la mesa que expresamente levanté para él, leyendo en mi rostro la sorpresa y la gratitud por tenerlo al alcance de mis manos y mis ojos, me recordó algo que suele decirme cuando lo inesperado se cuela en la bendita rutina de nuestros días:《Dios creo la tierra redonda para que no pudiéramos ver el final del camino. 》
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 3 de Octubre de 2022 )