Los días de febrero se suceden entre la nieve, el hielo, la lluvia y el viento afuera en el exterior, y sopa caliente en el interior de La Madriguera. De ese modo todo resulta perfecto. La combinación de frío (afuera) y de sopa (adentro) me dibuja una hermosa sonrisa en el rostro. Estoy guapa. Miro al espejo y me encuentro con un bello rostro sereno y sonrosado, que por fortuna para mí es el mío, enmarcado por suaves rizos canosos y por los diminutos pendientes de brillantes que sus Majestades los Reyes Magos de Oriente me dejaron en el cesto de Don Farol. Me sonrío. Siempre lo hago cuando me descubro a mí misma mirándome. Encontrarme dentro del espejo es algo que en la actualidad sigue sorprendiéndome de la misma manera como cuando era niña. Ese estar ahí (dentro) y al mismo tiempo aquí (fuera). Mis ojos me interpelan. Desean dialogar, quizás debatir. Declino el ofrecimiento. Y antes de que sin pedírselo me cuenten mi propia historia, me sonrío. La mía es una sonrisa de confianza, de quien apuesta siempre por estar viva en la vida viva, de quien a pesar del sufrimiento vive en calma una existencia de fe y esplendor. Nunca será mi sonrisa, una sonrisa de desdén. Me enfadaría conmigo misma si viese dibujado en mi rostro el desdén, la autosuficiencia, la soberbia. Porque no soporto las sonrisas que nacen de ahí. La sonrisa que deseo ver es la de quien con los pies en la tierra se siente agradecido y bendecido por estar. La que emerge espontánea del buen corazón. Una sonrisa de esas sonrisas imposibles de derrotar. Y de la sonrisa a la risa franca, amigable y amorosa, sólo hay un pasito. Lo sé por experiencia. Como también sé que es imposible hacer feliz al prójimo si no se posee una sonrisa y una risa con esas características, si uno no se sonríe al mirarse en el espejo, si uno no se ama y se respeta a sí mismo. El amor, la capacidad de amar, la generosidad en el amor es un don que como la valentía se tiene o no, se posee o no (sin medias tintas), que siempre brota, crece y se expande de adentro hacia fuera. De nuevo, la dicotomía de exterior (afuera) e interior (adentro). Hoy, es veintiuno de febrero. El mes más corto, acaba. Febrero está siendo un mes dulce, no sólo gélido. En el punto intermedio mi mente en esta tarde se pasea contenta como si bailase una danza compuesta en exclusiva para ella. Estoy entregada a sus caprichos. No me he sentado a escribir esta entrada con un propósito definido de antemano, como habitualmente sucede. No. En esta tarde, no. Todo lo contrario, me dejo llevar. Es bueno dejarse llevar de cuando en cuando. Descansar de todo. Olvidarse de decidir, también de interactuar. Me abrazo a mi mente, que ahorita, piensa en la delicia que ha resultado ser el último audiolibro (de poco más de tres horas) que esta mañana Nuna y yo hemos terminado de escuchar. Se detiene en el poder de las historias que trasmitidas oralmente atraviesan espacios, incluso siglos. Cree que eso es así porque desde el instante en que salen de la boca se quedan prendidas en el sentimiento y en la piel. Las leídas son asimiladas de otra manera. Han de traspasar muchas más capas hasta llegar al corazón o a la estancia donde se guardan bajo llave las debilidades de cada uno. Y, a continuación, (mi mente) sigue por otros derroteros. Yo, solamente, obedezco. Me invita sin ordenar que mire (afuera) por el ventanal. Me obliga a salir desde (adentro) su interior y saltar (afuera) sin paracaídas, sin un punto de apoyo, sin un minuto que perder, rompiendo la atractiva intimidad en la que estábamos instaladas. Veo. Veo. Veo. ¿Qué veo? A la Reina de las Nieves (erre que erre) abriendo su blanca mano y repartiendo su donosura. Congelando los sueños, recuerdos y nostalgias. Fijándolos en nuestra memoria con alfileres hechos de esquirlas de hielo para que nada ni nadie se los lleve muy lejos. Ay, febrero, qué tú eres.
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 21 de Febrero de 2022 )