A cierta edad uno ya ha aprendido que para que la última noche del año resulte perfecta en realidad sólo se necesitan cuatro ingredientes: mucha y buena comida, risas, música, e ilusión por algo en concreto en el año a estrenar. Con esta fórmula es raro, el uno de enero, no estar medianamente satisfecho. No ver la belleza en el cielo prístino del primer día del año. Y, si bien, en la entrada de este lunes (en mi promesa de seguir contando la Navidad) podría dedicarme a valorar los pros y contras de las distintas maneras de celebrar la Nochevieja, prefiero dedicar la hora a escribir sobre algo que (con el paso del tiempo) he descubierto lo mucho que me llega a gustar. Me refiero a la semana que va desde el día siguiente de Navidad a año nuevo. A ese ínterin que va de una celebración a otra. Cuando la Nochebuena y el día de Navidad dan paso a jornadas navideñas que transitan por sendas más relajantes e íntimas.
》Miércoles, veintinueve de diciembre. Desde hace años en esta semana (en la que aun disfruto de las vacaciones de invierno) madrugo más de lo habitual. Lo prefiero. Despierto cuando todavía es de noche, me levanto con energía, salgo al exterior, y quien me da los buenos días es el frío día por despuntar. Tengo la necesidad de apurar lo que queda de año, de perder todavía menos el tiempo. Salgo al camino con las primeras luces del alba y cuando a media mañana el entreno forma parte ya del notable, dedico mi presente (las más de las veces) a cocinar para mí. Es decir, a cocinar por el placer de cocinar. Cocino fruto del capricho o del deseo de la hora viandas apetecibles y sabrosas, y dulces deliciosos que se funden en el paladar. Nunca sé al despertar qué es lo que acabaré cocinando entre media mañana y mediodía. Y, como la elección, es por apetencia más que por otro factor tengo (adrede) para esos días la despensa y la nevera llena de un buen surtido de materia prima. Al cocinado de estas jornadas, ya es tradición navideña, acompañarlo con el audiolibro de cuentos y recetas navideñas de Jeanette Winterson que Santa Claus trajo para mí en su saco allá por el 2018. Me satisface enormemente este cocinar lento atendiendo una ficción. Me gusta por la comunión que se produce entre la contadora de historias que soy y la aprendiz de cocinera que siempre seré. Es un momento íntimo y solitario en el que mi mente se expande y deja de pensar. Escuchar y cocinar ocupan mi presente. Y, en esta Navidad, tras meses de orgullo, esfuerzo y mérito, abandonarme al olvido en la última semana del año está siendo liberador y sanador. La cocina de La Madriguera se convierte en mi patio de recreo, como por las tardes lo es sentarme a escribir. Apuro hasta el último minuto. Agradecida y bendecida. Por ejemplo, hoy mismo, bajo la divertida mirada de la enorme figura de Santa Claus que preside la cocina, preparo unos bocados de salmón ahumado. Siguiendo el concepto de la receta de un Wellington de salmón, he decidido elaborar pequeños hojaldres de salmón a modo de aperitivo. En estas fechas solemos recibir visitas inesperadas (conocidos que están de paso, vecinos que traen un presente) y cuando eso sucede nos gusta improvisar un tentempié en los cómodos sillones del porche aclimatado. Para ello me encanta tener preparado en la nevera alguna clase de piscolabis para poder calentar con un golpe de horno, mientras Alberto sirve bebidas al gusto. Así que pongo agua en una olla, le añado sal, para a continuación cuando rompa a hervir verter en ella un puñado de espinacas. El proceso no dura más de veinte minutos. Una vez hervidas las escurro en un colador y mientras se enfrían, fileteo el salmón ahumado a tiras de unos cuatro centímetros de ancho. Cuando tengo una cantidad considerable, lo reservo. Extiendo una masa de hojaldre recién sacada del frigorífico para que esté todavía fría mientras trabajo en ella, la punteo con un tenedor, y, la corto en horizontal en tres partes. Sobre esas partes coloco las tiras de salmón ahumado también en horizontal y sobre el salmón unas buenas cucharas de queso suave y cremoso, y por encima del queso, reparto las espinacas. Después enrollo el hojaldre de abajo arriba. Una vez enrollado, voy cortando los tres largos cilindros resultantes en porciones de unos cinco centímetros. Coloco la treintena de hojaldritos que obtengo sobre papel vegetal en la bandeja del horno, los pincelo con huevo batido y los decoro con semillas de sésamo. Horneo. Y, mientras los hojaldritos rellenos de salmón van tomando forma a poco más de doscientos grados en algo menos de media hora, mezclo las espinacas restantes y el queso sobrante en un cuenco y en otra masa de hojaldre preparo unas riquísimas empanadillas. En el momento en que salta a mis oídos el 《Bip-Bip-Bip-Bip-Bip》 del horno, y cambio una bandeja por otra, suena en el audiolibro un Silent night como transición de un relato a otro que me pone la piel de gallina. Es entonces, y sólo entonces, cuando vuelvo a la realidad, cuando emerjo de ese tiempo aparte del tiempo que es la cocina. Reparo en que la tarde ya ha entrado, que la luz en el exterior de La Madriguera ha cambiado, que he bebido y comido, que he sido completa y absolutamente feliz. Casi como cuando escribo. Casi, pero de otra manera.《
“Luego Nehemías añadió: «Ya pueden irse. Coman bien, tomen bebidas dulces y compartan su comida con quienes no tengan nada, porque este día ha sido consagrado a nuestro Señor. No estén tristes, pues el gozo del Señor es nuestra fortaleza». Nehemías 8:10”.
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 10 de Enero de 2022 )