Nunca me he visto a mí misma como madre de familia. En cambio, sí, cabalgando sola con un jinete solitario de noble corazón (loco por mí y yo loca por él) a mi lado en su propio caballo al compás del mío, ni un paso por delante ni uno por detrás. Es lo que soy. Es lo que tengo. Siempre me ha dado un miedo atroz que la existencia de mis días esté vacía de contenido. He huido y sigo haciéndolo de todo lo que pueda significar malgastar el tiempo y la vida. Para mí desperdiciarlos es como perder la fe, es hacerle un grandísimo feo a Dios. Él nos dio como un inmenso regalo una vida para cada uno de nosotros, y al mismo tiempo nos hizo libres para vivirla, y por ende, responsables al cien por cien de lo que en ella suceda. Por eso (por responsabilidad) me he negado siempre a que en mi vida la felicidad no nazca de mí. Yo debo ser la luz que alumbra mis días y mis noches, la luz de cuanto me rodea. No he deseado, ni deseo, que la materialización de los sueños, la alegría y la dicha lleguen a mí (en exclusiva o mayoritariamente) a través del impulso o la voluntad de terceros, porque de ese modo es como comienzan las injusticias con uno mismo y con los otros. Siempre he rechazado la actitud dependiente y pasiva. Jamás he olvidado de donde vengo y no me ha asustado saber a donde voy. Eso ha sido y es mi brújula. He procurado, hasta conseguirlo, tener una vida sencilla y plena, franca y sin artificios, natural, honesta y feliz, llena de fe y esplendor. He vivido y vivo en sintonía de un propósito claro y definido: llegar al invierno de mi vida satisfecha, agradecida por la bendición que ha sido vivir la que resulta ser la verdadera y gran aventura que es una vida. No deseo llegar (me aterra de hecho) con la sensación de haberme y haberla desaprovechado. En la actualidad me sé en una existencia plagada de riquezas. Me congratulo por mi capacidad para apreciar, disfrutar, valorar y agradecer los pequeños detalles y placeres que ensanchan el alma y las bondades que Dios coloca cada día en mi caminar. Creo que es lo que me mantiene despierta, atenta, interesada. Estoy segurísima de que el amor al detalle y la capacidad de disfrute, de aprecio, de asombro, de esfuerzo, de disciplina, de curiosidad, de responsabilidad, de agradecimiento, de saberse bendecido es lo que diferencia una vida plena de la que no, una vida que está en constante crecimiento y aprendizaje de la que no. Para ello, sólo hace falta sumergirse de verdad en la vida. La vida hay que vivirla, aunque muchas veces duela, como dice Alberto, en ocasiones es el único modo de aprender cuánto vale la pena. Hay que vivirla, lo repetiré mientras esté sobre la faz de la Tierra. No hay que tener miedo a nada, salvo a dejarse el sentir en el tintero. Y, ahora, me viene como anillo al dedo trascribir en esta página las estrofas de una canción de Julio Iglesias, que en momentos puntuales como llevadas por el viento llegan a mi mente mientras camino: 《Y aunque te haga calor, vete igual por el sol. Que la sombra está bien para los blandos de piel que les pica el sudor. Si le da por llover, no te de por correr, que mojarse es crecer, y corriendo entre charcos te puedes caer.》 Exacto. Hay que sumergirse, herirse, alzarse, mojarse, reírse para con coraje y valentía sacarle a vivir todo su jugo. Hay que dejar que la vida nos acelere el corazón y nos colme de dicha el existir. Esto es algo que a noviembre se le da bien hacer. Porque noviembre es un mes de exterior, aunque pueda parecer en un principio que no. Para entender que sí lo es, sólo hace falta sentir el calor del sol en la piel en uno de sus días, o cómo se asimilan en compañía del vuelo rasante de los pájaros los párrafos de esa historia que sólo puede ser leída al aire libre mientras se respira otoño, o cuánta alegría contiene la luz del cielo en esa hora dorada en la que la avioneta de Denys Finch-Hatton sobrevuela las colinas de Ngong, o lo reconfortante que se presenta la vida cuando cae la tarde y en el porche te resguardas bajo la manta a cuadros verdes, blancos y azules del hombre al que amas y te ama. Porque siempre es afuera en el exterior (en la naturaleza) donde la vida es en mayúsculas, donde se expande hasta la plenitud, donde la dicha llega por lo que nos rodea. Quizás por eso (en este segundo lunes del mes) estoy escribiendo en el diario natural estas palabras en vez de otras. Lo hago, para recordarme a mí misma que noviembre sabe cómo hacerme sonreír, conoce cómo dibujarme la más amplia de las sonrisas. Ya que si buscas en su interior, encuentras. Noviembre es como un gran baúl en el que los sueños de los niños se tornan fantasía para volverse a continuación realidad. En sus hechuras de superviviente sabe como convertirse en un mes próspero. Para ello, sólo necesita de ti, de tu complicidad, del avenir de quien está dispuesto a vivirlo. Si le miras a los ojos, el undécimo del año, te borra en un tris cualquier idea pésima o sombría que puedas tener sobre él, y si además, de mirarle a los ojos, lo vives, sin nada preestablecido y sin complejos, adentrándote en él como quien se introduce en un laberinto y no busca la salida inmediatamente, sino que prefiere recorrerlo y disfrutarlo, te revela como si se tratase de un secreto que la manera en que un espíritu superviviente se transforma en próspero con las horas, los días y las semanas es sacándole provecho a todas las bondades que Dios le brinda.
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 8 de Noviembre de 2021 )