Cuando el sueño avanza hacia mí en el duermevela con la insolencia del que no atiende a razones, a veces, en ese estado volátil en el que la mente se deja mecer, surgen aferrados a quien tenemos al lado pensamientos de una obviedad grandiosa, que si horas después con el despertar tenemos la fortuna de recordar y recuperar, marcan la estela del día. Sé que anoche (en ese espacio) cuando yo estaba instalada maravillosamente bien en el hueco del cuerpo de Alberto (en nuestro refugio verde) a mi mente le dio por buscar los motivos por los cuales a muchos el mes de noviembre les disgusta, y como al parecer en esos minutos no halló explicación alguna, decidió dibujarme una sonrisa con la reflexión que hoy he recordado al despertar: Ser para otro, es la manera más fascinante de trascender. Al contrario que con otras frases y en otras ocasiones no he tenido que anotarla urgentemente, pues sabía que era imposible de olvidar por sus hechuras de certeza. Minutos después en el camino, me he preguntado hasta qué punto y en qué grado los humanos deseamos trascender, y si ese anhelo es consciente o inconsciente, si es perentorio en la intimidad o en lo público. He valorado a la altura del escaño natural el escribir sobre ello en la entrada de hoy. Y, ahora, nueve horas después, sentada en mi rincón de trabajo en La Madriguera con el diario natural abierto ante mí, reparo en que noviembre para el mundo natural, para la naturaleza, para los humanos como parte (minúscula) de lo seres vivos que formamos el Universo, es el mes en el que los paisajes se apagan, la luz declina y la muerte sobresale como lo contrario a la floración, en el que la tristeza del mundo dormido invade la atmósfera y la sensación de “impermanencia" y finitud se torna un estado sólido y material que se puede tocar. Con ello, me doy cuenta, de que no hay nada más natural que la muerte como contrapartida a la vida, ni tan natural como la necesidad de trascender a la muerte. Trascender, aun sin saberlo, es algo que todos los seres llevamos como propósito en nuestro germen, en nuestra semilla, en nuestra primera bocanada de oxígeno, en el primer aleteo, en la primera mirada, en el pulso en la sien, en la piedra contra piedra. Respiro con alivio al darme cuenta de que es buen tema sobre el que reflexionar, de manera que me concedo el favor de escribir sobre ello en este diario. Y, con cada palabra que añado a la siguiente, creo un texto con un sentido. Crear escribiendo, contando historias, es otra manera de trascender. No tan fascinante como amar y sabernos amados y respetados por otro ser, pero sí es una manera de hacerlo terca y singular. En este minuto de la tarde y en esta línea de lo escrito, entiendo en toda su amplitud que para los miles de millones de fuerzas y energías vivas que formamos el planeta crear (ya sea amor, historias, hijos, lava, edificios, flores, frutos, sendas, olas, miel, pasteles, montañas, playas, nidos u oxígeno) es el único modo que tenemos para trascender, o lo que es lo mismo, para darle sentido a la vida. Creamos, y en el momento en que creamos, creemos, y sin apenas reparar en ello, apostamos por la fe, y es entonces cuando ocurre el milagro: pues todo es posible, soportable y mejor. Intuyo y no creo errar en que el undécimo del año se nutre de ella. Y, pienso, que la tristeza que muchos le atribuyen a noviembre, no es más que un rapto de lucidez y conciencia. Personalmente, contemplo a noviembre como el mes que se sabe superviviente de inicio, y con valentía, coraje y fe se convierte con los días en el ave fénix que toma impulso, vuela, surca el aire, dibuja piruetas, sonríe, y se aboca al diciembre, más sabio y próspero, y también (por supuesto) más libre, porque en sus treinta jornadas no ha dejado de crear, ni de creer.
"Conforme a vuestra fe os será hecho. Mateo 9:29"
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 1 de Noviembre de 2021 )