Gris, rosa empolvado, marrones y beige. Tonos tierra y tostados. El elegante gris que invita a la reflexión madura desde la tranquilidad. El amable y suave rosa empolvado tan acorde con el romanticismo que le aporta dulzura a lo rústico y sugiere entrega y detalles. El marrón, el beige, en definitiva, los colores tierra que hermanan el interior con el exterior, que simbolizan la corteza de lo natural, que son cálidos, acogedores y robustos. Cuando los elegí para vestir La Madriguera y que el otoño (desde ellos) tomase forma, lo hice porque mis ganas y mi alma así me lo requerían. Exactamente esos, y no otros, con algún toque del optimista naranja de las calabazas. No pensé en esa hora en la colorterapia. En realidad no pensé en nada, sólo obedecí. No hay que poner nombre a lo que se sabe por instinto. Que los colores influyen en el ánimo y los sentidos, en el bienestar del alma, en la energía del cuerpo es de sobra conocido. Que esa influencia y su uso sanador tiene el nombre de colorterapia, pues perfecto. A estas alturas de la vida ya sé y sabe quien me conoce que no me gustan las etiquetas. Hay tantos ángulos, matices y generosidad en la existencia que nada ni nadie cabe en el corsé de una etiqueta. Todo y todos somos algo más. Somos seres vivos, por tanto, complejos. Incluso lo inanimado, bien mirado, carece de simplicidad. Idiota es quien pretende entender sin reflexionar, quien juzga sin atender a la complejidad, quien se queda con la conciencia tranquila tras etiquetar sin más, quien espera que las preguntas sólo tengan una respuesta concreta y no otra, ni otras. Llegó octubre con su primer lunes y sin saber cómo, estoy escribiendo una entrada de la que mis pensamientos se han adueñado y han decidido irse por las ramas. Divagar alejándose de la raíz del diario natural. ¿O acaso no? ¿Acaso mi reflexión hasta este punto no nace de la extraña naturaleza de la que estamos hechos? ¿No son las ganas y el instinto, el color y el refugio, la necesidad de sentirnos protegidos, el ánimo y los sentidos, el bienestar del alma y la energía del cuerpo, naturaleza en estado puro? Sí. Creo que sí. ¡Pero, bueno! Reprendo a mis pensamientos y les hago regresar de los páramos por los que cabalgan a esta hoja del diario, a esta tarde del primer lunes de octubre, del segundo de otoño. 《Fijaos en las maravillas que trae consigo el octubre 》, les indico. No contestan. Se quedan callados observando al décimo del año. Ante su repentina mudez, quedo yo también en silencio, contemplándolo. Y de repente, experimento lo que tan bien explica Gretel Ehrlich, en (el libro) El consuelo de los espacios abiertos: “En el transcurso del otoño oímos dos voces: una dice que todo está maduro, la otra que todo está muriendo. La paradoja es exquisita. Sentimos lo que los japoneses llaman aware -una palabra casi intraducible que significa algo así como “hermosura teñida de tristeza”. Comprendo al recordarlo que octubre es eso. Lo es más que el resto de meses que conforman el otoño. Añadiría, acogedora. Una acogedora hermosura teñida de tristeza. No hay soledad en el otoño. Pero, sí que existe la necesidad de sentir los brazos del amor rodeando la lucidez que habita en ti, y el latido caliente del corazón del animal que en verdad eres. Porque (también) entiendo que el octubre y el otoño en particular es una edad. A partir de cierta edad no cabe en nosotros ni la primavera ni el verano. Por esas etapas hace mucho que transitamos con el entusiasmo de las primeras veces y la desidia de la inmortal juventud. A cierta edad, cuando todo en nosotros está “maduro y muriendo”; cuando por fin has entendido que como ser vivo eres complejo; cuando has hecho las paces con tu lado incomprensible a la franca luz del día y has experimentado que la parte animal que hay en ti, es mejor y mucho más sincera y valiosa que tu lado más formal; cuando celebras haberte conocido como en realidad eres; sabes que las perfecciones de la existencia y las prioridades en la vida son otras. Y, entonces, en ese octubre tan tuyo, en esa hora, en esta hora, en este minuto del primer lunes del décimo, antes de llegar al invierno del presente año y de tu vida, te puedes sentir inmensa y afortunada por haber encontrado la calma y la belleza que existe en las bendiciones que Dios ha dispuesto para ti.
Sonríes valiente y feliz.
Bien hallada me sé, mi querido octubre.
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 4 de Octubre de 2021 )