Tengo enfrente una pequeña ventana que da a las calles (en esta hora) desiertas de Dawson City a pesar de que el sol de medianoche las ilumina. Detrás de mí está tendido en la cama, durmiendo con el cuerpo relajado, con los brazos abiertos el hombre que amo y me ama. Le miro. Contemplo su forma de dormir entregada y apacible, y sé que Alberto siempre ha sido para mí un amor literario y literal, un amor real. Lo ha sido, lo es y lo será. Le susurro:《Estando aquí me he dado cuenta de que todavía tengo tres deseos en la recámara. Tres deseos como tres balas. Tú eres una de esas tres balas. Quiero envejecer a tu lado, hombre silencioso y mío.》 Siento en este instante la necesidad urgente de escribir. Son las dos de la madrugada y soy presa del desvelo. El ritmo lento de los días de vacaciones y las noches sin luna han alterado mi sueño. Deambulo sin prisa por los caminos por los que mi mente me conduce. Aprendo de lo que sé, de lo que no sé y de lo que no recuerdo que sé. Instintivamente abro el diario del discurrir porque escribir es el único modo de anclar y detener los pensamientos vagabundos. Reparo en el repentino movimiento oscilante de la copa de los árboles que bordean el río Yukón frente al Bed and Breakfast en el que nos hospedamos. Sonrío porque cada vez que le susurro al oído unas palabras se levanta un viento de esos que a mí me llenan incomprensiblemente de dicha. Él siempre ha sido viento para mí. Posee su fuerza. Me agita. Me llena de energía. Y paradójicamente también es: el único lugar del mundo en el que puedo verdaderamente descansar. Tal vez porque él es mi lugar en el mundo. Siempre va a sostener mi mano dentro de la suya. Siempre va a estar para mí. Dios nos quiso juntos. No dejó ni ha dejado nunca margen para el error; y lo que está de Dios, es. Oigo el ulular de un búho, lo busco con la mirada. Qué extraño resulta ser esto de que no se ponga el sol en toda la noche, y que el ardiente atardecer se perpetúe en la madrugada. ¿Cómo debe afectarte, querido búho? Miro de nuevo el texto que escribo. Me río de mí osadía. Pretendía no abrir los diarios en todo el verano, y heme aquí. Sobre todas las cosas: contadora de historias. Levanto la vista de la hoja garabateada y veo como un gato blanco y negro camina con descaro hacia el río. Al verlo me viene a la mente Winston, el gato de Alison. Por unos instantes fantaseo con cómo sería nuestra vida, la de Alberto y la mía, si La Madriguera estuviese situada en Irlanda. Tengo el convencimiento de que de igual manera seríamos felices porque sencillamente Dios lo hubiese querido así. Las dos y media. Echo de menos las cartas de Alison. Me figuro que deben estar al caer. Hay días, incluso semanas, en que echas de menos escandalosamente algo o alguien en concreto, y cuando te detienes a pensar en esa añoranza te ves abocado a averiguar si lo que echas realmente de menos es la idea, el ideal, la ficción, la imagen que tú mismo has construido de ese algo o de ese alguien, o su yo real. No tardas mucho en descubrir que (por fortuna para ti) en tu mente se confunden hasta fusionarse la versión real de ese algo o de ese alguien con la ficción, el recuerdo, la certeza de cómo te hizo sentir. Para concluir que es la versión real versionada por ti lo que en verdad extrañas. Sobre las tres de la mañana, resuelvo que a mí me pasa con algunos pequeños detalles de la existencia, también con llevar el cabello corto, pero en extremo con el otoño y la Navidad. Añoro en este diecinueve de julio el resultado de mi particular otoño y de mi Navidad de un modo escandaloso, como extrañaría a Alberto de no tenerlo en este instante tan cerca de mí. Le miro de nuevo. 《Ganas de ti, siempre 》, le digo sin que me oiga. Decido dejar de escribir en esta noche. Cerrar el diario del discurrir y besarle los labios. Allí donde para mí florece la vida.
María Aixa Sanz
(Dawson City, 19 de Julio de 2021 )