Hace mucho, pero que mucho tiempo, a esta pradera llegaron como colonos familias de todas partes del mundo, también de la vieja Europa. Todos ellos llevaban consigo el anhelo de raíces, de encontrar su lugar en el mundo, de asentarse, construir y quedarse para que sus hijos, nietos y bisnietos no sintiesen dentro de sí el sentimiento de no pertenecer a ningún lugar. Al punto me detengo en la historia que quiero contar al comenzar a escribir mi entrada de hoy en el diario del discurrir, y mi mente me traslada a Caótica. El lugar donde la naturaleza me abrazó en mis primeros años, al que sin ninguna duda, pertenece la niña que algún día fui. Es más, desde entonces, intento inconscientemente replicar una Caótica en cada uno de los lugares donde pernocto más de cuatro meses, algo que a todas luces siempre resulta ser un imposible. Hasta ahora, en esta pradera. En la que en los últimos años he sido testigo de como es posible replicar Caótica en La Madriguera y su exterior, y sentir que pertenezco a un lugar en concreto. Aquí, en La Madriguera, se me ha ido revelando poquito a poco cuán puedo llegar a pertenecerle, incluso para pensar que si llegase a morir, moriría en casa. Pertenecer a un lugar responde siempre al deseo de no querer irse de él, de no abandonarlo, ni cambiarlo por otro aun más repleto de esplendor y posibilidades. En estos momentos puedo asegurar que para mí no hay mayor esplendor que el sol posándose en mis margaritas para rebotar después en mi piel, ni hay más golosas posibilidades que hornear un bizcocho o unos dulces de Semana Santa en la cocina de La Madriguera al caer la tarde. Sonrío, y retomo con diligencia la historia que estaba en mi ánimo escribir: Hace mucho, pero que mucho tiempo, a esta pradera llegaron como colonos familias de todas partes del mundo, también de la vieja Europa. Todos ellos llevaban consigo el anhelo de raíces, de encontrar su lugar en el mundo, de asentarse, construir y quedarse para que sus hijos, nietos y bisnietos no sintiesen dentro de sí el sentimiento de no pertenecer a ningún lugar. Uno de ellos fue Pieter el neerlandés (el abuelo del viejo Gerrit) que por aquel entonces estaba en la treintena y que junto a su joven esposa se instaló a unos kilómetros de donde ahora mismo escribo este texto y construyó un molino de harina, antes que casa propia. Las hazañas de Pieter el neerlandés, son recordadas todavía a día de hoy por el viejo Gerrit, de modo, que cuando vas a su granja a preguntarle qué tal anda, eres consciente de que serás el oído donde depositará sus palabras. De todas sus historias, la que más me agrada, es la del descubrimiento de la lápida de mármol debajo del árbol de Júpiter. Cuenta el viejo Gerrit que tiempo atrás, el hijo de Pieter el neerlandés, es decir, su propio padre: conocido por todos como Johannes, a la edad a la que a un hombre pueden llevárselo los demonios, (señala el viejo Gerrit esa edad como la posterior a la muerte del progenitor), tras las nieves del invierno en que Pieter el neerlandés la diñó, descubrió a la sombra del árbol de Júpiter (que el propio Pieter había plantado con sus manos al llegar a esta tierra y amado con el corazón hasta morir) una lápida de mármol con una inscripción que rezaba: “Será depositado en Domingo de Ramos de cada año uno en jardín vecino el hijo de Júpiter.” Al desconcertado Johannes (por no saber de su existencia, ni haber reparado en ella para datarla en su memoria) no le quedó otra que interpretar la última voluntad de su padre y cumplir con lo escrito en mármol. Herencia que a través de los años ha llegado a manos del viejo Gerrit. Esta es la interesante historia. Y doy fe de que a día de hoy sigue escribiéndose a la memoria del colono que encontró su lugar en el mundo. Pues el pasado 28 de Marzo, Domingo de Ramos, mientras leía afuera en el exterior, el viejo Gerrit sin apagar el motor de su camioneta mandó a su nieto descargar frente al porche de La Madriguera un joven árbol de Júpiter para nosotros. Antes de que pudiera agradecérselo oí el zumbido del motor alejándose y mis ojos vieron en el horizonte desvanecerse el rastro del viejo Gerrit. Me consta que odia sobremanera que le den las gracias por cumplir a rajatabla con lo que es para él un mandato familiar que lleva a cabo con gusto el año uno de cada década. De pie junto al precioso joven ejemplar admiré su delicadas hojas rojizas de primavera, antes de tornarse verdes en verano y naranjas en otoño. Pensé en lo bonito que me resultaba y con una certeza absoluta supe que lo vería crecer, lo supe como minutos antes había sabido que el viejo Gerrit con el gesto mudo de entregarme el árbol me reconocía en mi hogar. Lo sabía tanto como yo. Al no poder hablar con el hombre que había obsequiado mi Domingo de Ramos, le hablé al ser que tenía a mi lado, al árbol: 《Bienvenido a tu nuevo hogar. Deseo que La Madriguera sea tu lugar en el mundo para echar raíces, que nos escojas para ello y que florezcas cada verano cubriéndonos de dicha, porque en ti siempre va estar la alegría de pertenecer a esta pradera donde en verano surcan los cielos avionetas que me hacen sonreír, que me llevan a África, a las colinas del Ngong, al amor y al tiempo de la felicidad. Voy a buscarte en el jardín el mejor de los sitios para quedarte a vivir. Nosotros cuidaremos de ti, mi querido Júpiter. Será un privilegio y un honor》 , le dije sintiéndome honrada ante tan inmensa fortuna.
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 12 de Abril de 2021)