está hecha a partir del
coste de vivir.》 [Deborah Levy]
Un libro está en la estantería. Un libro está en las manos. Un libro es abierto y leído. Un libro y la historia que contiene habitan las horas del lector. Esa es la fascinante realidad de los libros. Su finalidad más ortodoxa. Pero pensar que solamente es éso es bastante obsceno, puesto que antes de haber llegado a ese punto ha sido la vida entera del escritor. Durante unos años, uno, dos, tres o incluso más, cada una de mis novelas ocupó mi vida al completo, cada segundo de mi tiempo, cada centímetro de mi cuerpo, cada uno de mis pensamientos. Nunca jamás la vida resulta tan intensa como cuando dentro de ti una historia lucha por salir y palabra a palabra le vas dando su lugar en el mundo. En ese tiempo que va desde que brota la semilla, encuentras la voz, escribes la primera frase y le mantienes el pulso a la historia hasta que pones el punto final, los sentidos se encuentran en alerta de manera permanente y todo tú te conviertes en un ser receptor. Es como estar en el origen del Universo, en la raíz de los árboles, en el envés de las hojas, cabalgando las nubes, en el interior de las ráfagas del viento, proyectándote en las gotas de lluvia y en el mismo sol. Se siente el doble, se vive el triple. Te das cuenta en el momento de cuán porosa eres, como también del privilegio y desafío que es ser creador y aunque escribir y contar te despedaza por dentro la plenitud que se alcanza cuando inventas es comparable a nada. Mientras escribes eres consciente de todo, del tremendo esfuerzo y también de la dicha. Pero quizás, muy probablemente y debido a ese descomunal esfuerzo constante en el tiempo, realizado a lo largo de tantísimos años, hace que surja en ti la necesidad de parar, aflojar el ritmo, dejar por qué no de pensar y dedicar tu tiempo al completo a otros menesteres, a otros oficios. Llevaba yo al comenzar el 2020 unos seis meses sin escribir. En 2019 comencé a notar en mí una pesadez que jamás había experimentado. Contar se convirtió en algo parecido a subir una cuesta sin respiro ni tregua y me vi en la obligación de soltar lastre. Sabiendo cómo sabía que debía olvidarme de escribir durante una larga temporada no dudé en julio en embarcarme en las cocinas de un catering social porque además de gustarme la idea y ayudar a los otros me ayudaría a mí. Necesitaba hacer algo que no tuviese nada que ver con la palabra escrita. Necesitaba crear sin escribir. Necesita vivir sin pensar en contarlo inmediatamente. Me dejé llevar entre fogones por la vida y el resultado ha sido tan enriquecedor como sanador y liberador. De tal manera que sin siquiera percatarme de ello ni buscarlo una noche de enero, es decir hace unos días, noté como mentalmente estaba narrando, contando; al día siguiente en un rato que le robé a la cocina salí a la pradera de Manitoba, respiré, respiré naturaleza e invierno y escribí las primeras palabras en muchos meses sentada en el porche acristalado abrigada bajo una manta, la primera historia en mucho tiempo y lo hice con fuerza y clarividencia, con la naturalidad del contador de historias, escribí a la altura de mis ganas de los viejos tiempos. Y me sentí también libre sobre el papel, sin limitaciones. Desde ese día no hay jornada en la que las ganas de contar no se apoderen de mí y escribo, por supuesto que escribo, porque sé que escribir no sólo es dicha también es mi manera de estar a cubierto frente a las tormentas que en todas las existencias se presentan. Escribir da vida y salva. Al menos a mí, sí .
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz