firme, y si fracasamos en llevarlo a
cabo,
nos habremos perdido para siempre.»
—Carson McCullers—
Muy
probablemente en estas Navidades he elaborado más galletas que en toda mi vida.
Uno de los sábados en la cocina de Margot, recuperamos un recetario de
repostería de una de las pastelerías más antiguas de toda Manitoba, y a Margot
se le ocurrió la idea de adjudicarnos una receta a cada una de nosotras no con
el fin de que la lleváramos a cabo a rajatabla sino con el fin de que partiendo
de la receta creásemos nuestra propia versión. Nos dijo: «Y ahora chicas vamos
a versionar porque la cocina debe ser ante todo diversión». Así que durante
días desarrollé distintas elaboraciones con diferentes ingredientes hasta
encontrar mi propio sabor para mis galletas. Unas galletas que por cierto,
tienen nombre ya: Otra más. Margot y
las chicas se lo adjudicaron al probarlas pues fue ése el primer comentario que
hicieron al comérselas, ya que dejan muy buen paladar y ganas de más. Mientras
ideaba mi receta secreta de galletas y toda yo iba embadurnada de harina y
tenía las manos en la masa, vino a mi uno de esos pensamientos vagabundos que
como al caminar también me asaltan al cocinar. El pensamiento me asaltó en
forma de una imagen de una tienda cuyo mostrador, estanterías y cajones eran
todos de madera de color caoba. La imagen preciosa y dorada que se presentó ante
mí pertenecía, —lo supe, tirando de memoria—, a la tienda donde mi abuelo
Miguel me llevó con ocho años a comprarme una máquina de escribir. Mi primera
máquina de escribir. Casi que estaba más empeñado él en que fuese escritora que
yo misma. Bueno, digamos que él era más práctico, y si yo quería ser escritora
lo lógico era empezar por el principio, entonces me compró una máquina de
escribir; y en ese acto de mi abuelo hacia mí, en ese regalo y también por qué
no en esa tienda, está la raíz de todas mis historias. Mi abuelo me dio las
alas y volé. Y en esa tienda cuyo mostrador lo recuerdo infinito y cuyas
paredes estaban a rebosar de cajoncitos de madera que supongo debían contener
material de escritorio, papelería y el correspondiente a la venta y reparación
de máquinas de escribir, hallé la semilla del descubrimiento. Es decir,
averiguar que guardaban en su interior los cajoncitos es la misma esencia de las historias, se
tira del hilo para averiguar qué hay, qué es lo que no se ve en primera
instancia ni a simple vista. El día en que de la mano de mi abuelo fui a
comprar la máquina de escribir estaba realmente entusiasmada, siempre me
fascinó el hecho de que aquel hombre corpulento de cabellos blancos y rizados
tuviera a bien y con un facilidad pasmosa cumplir mis sueños; recuerdo que la
tienda era chiquita y se escondía no en las faldas de una montaña sino en las
faldas de un edificio mucho mayor con toldos en forma de concha en las ventanas
y portero con levita en la puerta de entrada. Era un casino a la vez que club
de fumadores y al pasar por la acera tras sus vidrieras advertías la existencia
de hombres fumando puros humeantes y tú te sentías al frío de la calle de otra
galaxia. Y aunque conocía el lugar, desconocía que pegado a él estaba la tienda
de máquinas de escribir hasta que mi abuelo me llevó una mañana en que llovía a
mansalva. Pero aun así en mi corazón brillaba un sol resplandeciente. Mucho
tiempo después alguien me dijo que la lluvia convoca la inspiración. ¡Y, oh sí,
cuánta razón albergaba ese comentario! Parada allí junto a mi abuelo, mientras
ambos contemplábamos hechizados media docena de máquinas de escribir y
atendíamos a las explicaciones del dependiente sobre ellas, comprendí que un
mundo de posibilidades se estaba abriendo ante mí y que mi abuelo al regalarme
la máquina de escribir me estaba regalando ese mundo como también el propósito,
quiero decir, junto a él, aprendí que los sueños deben ser propósitos y que el
propósito comienza siempre en el momento en que tú adelantas un pie en el suelo
para conseguirlo y encaminarte hacia él. Adónde te lleve el sueño y el
propósito es lo de menos, lo realmente importante es la voluntad, el empeño y
el no quedarse nunca de brazos cruzados, entonces todo lo demás vendrá como
rodado y será lo que tenga que ser. Casi que cuatro décadas después sé que la
lección que aprendí aquel día en que llovía a mansalva ha guiado mi andar, mi
carácter y mi forma de conducirme por la vida. Al salir de la tienda creo que
los dos igualmente extasiados, mi abuelo asiendo mi mano con una mano y con la
otra la máquina de escribir del asa de su caja protectora, ya que yo no podía
ni siquiera arrastrarla, me dijo algo que siempre he tenido muy presente:
«Cuando quieras hacer algo, hazlo. Si es un propósito noble, honrado, de buena
gente: hazlo. Que nada te detenga, que por ti no sea. Que nadie nunca pueda
decir que por ti no ha sido, María.»
Besos
y abrazos a tod@s.
María
Aixa Sanz