«Cuando el amor llega así,
de esta manera,
uno no se da ni cuenta, el carutal reverdece,
el guamanchito
florece y la soga se revienta.»
― Simón Díaz―
Vivir es estar en tránsito
hacia algo definitivo que nunca sucede. De ahí la importancia de la caligrafía
de los cuerpos, de las voces, de los actos, de los sentimientos. El tránsito
quizás sólo es eso: un cúmulo de sentimientos, de sentires que erosiona nuestra
existencia mientras agranda nuestra masa corpórea y cerebral, mientras suma
párrafos, páginas, capítulos a nuestra historia. Ésa, escrita con caligrafía improvisada siempre, pocas veces al dictado. Por ello es importante saber dónde se está, en
que andamos metidos, donde se recala, más que hacia dónde se va. Un hombre sabe
que hay mesas de las que si se levanta no podrá volver a sentarse nunca más. El
tránsito nunca es definitivo, las decisiones, sí. A veces pasa que se deja de
amar algo que se ha amado mucho: una persona, un lugar, un oficio, un hábito.
Uno se percata de que ya no está en el mismo plano, ni en la misma secuencia,
ni el mismo fotograma. Entonces se levanta y se queda por voluntad y por
decisión propia fuera de cámara, y aun así la película y la vida sigue, el
tránsito sigue, inmutable. Levantarse e irse o no de las situaciones es nuestra
forma de poner los puntos sobre las íes en el misterio que es siempre el
tránsito. Es reivindicarse a uno mismo, reivindicar nuestra independencia frente
al tránsito, es dejarnos en cueros a nosotros mismos, para de ese modo, intentar estar
en el punto de lo que ambicionamos tener y ser, olvidando que el tránsito es
oleada, es ráfaga, es sacudida que nunca se detiene, ni siquiera por nosotros y
que nos arrastra en un hecho innegociable. No hay independencia frente al
tránsito, no hay nada fuera del tránsito, el tránsito es nuestro camino y
también el viaje y el destino. Entonces el hombre que ha decidido levantarse o
quedarse y así subrayar su poder y su ego y su voz cantante, también su
individualidad, en el tránsito, se queda desprovisto de su juego, al amparo de
ningún escondite, teniendo que afrontar la realidad tal como es, sin atrezos ni
subterfugios. La vida te enseña que cuando quieres deshacerte de algo y
especialmente de alguien no hay nada como desmontarle la mentira en la que
vive, hacerlo zozobrar en su juego, es decirle a las claras que no vas jugar
más a ese terrible juego del que tú has sido cómplice. No hay nada peor para un
hombre que encararlo con su verdad. Pero, ¿qué hacer cuando somos nosotros
quienes desmotamos nuestras propias engañifas en ese afán por mutar en lo
inmutable del tránsito? Levantarse e irse o quedarse enfrentándonos a la verdad
en el tránsito, tirar por tierra nuestros propios ardides y martingalas, nos
promete una suerte de intensidad, de intrépida aventura en el propio tránsito; quizás por eso, a algunos nos excita el hecho de dar un puntapié en el suelo que
pisamos para que el tránsito se desplace hasta límites insospechados. A alguno
nos agrada el riesgo, el peligro, somos adictos a la variación; y acertar o no,
no es una consecuencia ni un opción, es otra parte más del mismo tránsito.
Somos transeúntes del tránsito. Nada más. Transeúntes de nuestro propio tránsito, por tanto, no deberíamos tomarnos tan en serio, y sí, apasionarnos en el vivir y en
el confiar en el tránsito. No hay más. Somos minúsculos, una ínfima parte del
cero coma tres por cierto que es la vida animal
en el planeta. Somos parte de un cero. Somos nada. Seres diminutos en tránsito. Sí, lo somos. Pero también a la vez somos tan
grandes, tan inmensos e inabarcables, tan confundibles y volátiles, que sin
darnos cuenta, sin ser realmente conscientes de lo que hacemos y somos,
transitamos a ciegas la mayor parte del tiempo revestidos de una loca osadía.
¡Panda de chalados!
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz