«Él responde a todo
lo que puede tener respuesta,
y lo que no puede contestarse
enseña por qué no
puede contestarse.»
―Walt Whitman―
Tres días. Setenta y dos horas son las que tarda el cerebro en adaptarse a una nueva situación y aceptarla como normal. Durante esos tres días tanto tu cerebro, como toda tu persona y tu pequeño mundo se queda suspendido en la nada, entre el pasado y el futuro. Entre el ayer y el mañana. Aguantando la respiración, con los sentimientos y las sensaciones del revés hasta que todo tu ser vuelve a sentirse bien. Este tránsito es algo imposible de comprender, incluso de sentir, en la adolescencia o en la primera juventud; cuando las personas por falta de experiencia somos propensas a hacer de un grano de arena una montaña, o de cualquier pequeño movimiento del suelo que pisamos un terremoto de escala considerable, o por un desencanto o un chasco una hecatombe capaz de poner patas arriba todo nuestro interior. Una de las mejores cosas que tiene cumplir años, quizás lo más maravilloso de superar la barrera de los cuarenta es como se relativiza todo, la rapidez con la que se relativiza tanto un desencanto como asuntos mucho más serios. Soportándolo y sobrellevándolo todo con una mayor ligereza, astucia, serenidad, resignación y sin tantas algarabías y estruendos.
Es a partir de esa
edad cuando se aprecia mejor cómo el cerebro tarda sólo tres días en adaptarse.
A partir de esa edad podemos ser verdaderamente conscientes de la capacidad de
resilencia de nuestro cerebro, de nuestro yo. Comprobamos entonces cómo de hábil
es para volver una situación adversa en algo que nos provoque el menos daño
posible. Cómo se las ingenia para que lo anormal e inesperado se convierta en
tu presente y en tu realidad a partir del tercer día y que ese hecho no nos parezca
algo insufrible, inverosímil e imposible.
Tres días que nadie se ha sacado de la manga ni de una chistera, sino que son un hecho probado científicamente. Se ha comprobado en repetidas ocasiones cómo en setenta y
dos horas el cerebro hace su propia mudanza. Tres días para olvidar. Tres días para aceptar. Setenta y dos horas en que
lo que nos parecía estar del revés, lo concebimos como que ya está del derecho. Entonces,
os pregunto, lectores míos: ¿En realidad, qué son tres días? Es
menos de lo que dura un resfriado y más de lo que dura tiesa una flor recién
cortada. Tres días cuando uno tiene más de cuarenta años no son nada. Y a
partir de cierta edad, si el cerebro nos salva de hecatombes y terremotos
internos, deberíamos montarle una fiesta. ¿A qué sí? Por tanto, no desconfiéis ni
siquiera un segundo, de que ese gran desconocido que es el cerebro en tres días se va a convertir siempre en nuestro mejor aliado, en el más leal y cómplice de los amigos. Dudo, lectores míos, que encontréis a alguien por esas calles
que en tres días os sirva tan bien. De modo que queredlo y cuidadlo
como lo que es.
Besos y abrazos a
tod@s.
María Aixa Sanz