«Los
libros son la riqueza atesorada del mundo. Sus
autores
son la aristocracia natural de cualquier
sociedad,
y ejercen en la humanidad una
influencia mayor que
la de
los reyes o los emperadores.»
—Henry
David Thoreau—
Y
cuando una es una niña y lleva las palabras dentro, masticándolas, buscando su
significado, sus sinónimos y sus antónimos, contemplándolas del derecho y del
revés, porque le gusta leer y contar, y entra por primera vez en una
biblioteca pública se da cuenta que ha estado viviendo en un desierto y acaba
de encontrar su oasis particular.
Y
cuando recorre cada estante tomado por los libros y se da cuenta que puestos
todos en fila india llegarían al país de los ojalás, sabe que allí está su
futuro. Vislumbra que las palabras que lleva dentro de su cuerpecito y bailando
en su imaginación pueden adquirir una forma: la del libro. « ¡Qué hermosos son
los libros!», se dice. Y cuando sostiene un libro entre sus manos, luego otro y
otro, y bebe de su portada, de su tacto, de sus hechuras, y recorre con avidez
una línea tras otra; sabe que ningún objeto jamás la va a fascinar tanto. Es
tal su fascinación, está tan maravillada, tan repleta de dicha, que se promete
a sí misma que un día tendrá una biblioteca más o menos parecida a esa en su
propio hogar. «Pasillos y pasillos llenos de libros, una habitación tras otra,
ni un metro cuadrado sin ni siquiera un libro. Paredes forradas de libros desde
el techo al suelo», se promete. Y cuando va dándole forma a esa biblioteca privada
es consciente del valor de toda ella. Puesto que dentro hay invertido
mucho tiempo, muchas ilusiones y lo mejor de todo, muchas lecturas y muchísimas
historias, y cada una la lleva como en un sortilegio a una etapa en concreto de su vida. Entonces es cuando piensa que tal vez es posible aquello que
deseó de niña cuando entró en su primera biblioteca —la pública—, cuando halló
su propio oasis, y pensó que el más grande de sus sueños sería tener en estantes, —tanto de bibliotecas públicas como de privadas—, libros con su
nombre y con historias inventadas por ella. Y así como en un chascar de dedos
decide que va a hacerlo y para ello pone todo su empeño y su determinación y
muchas, muchísimas horas de trabajo y disciplina; y aprende a tirar de la
imaginación; a trajinar con las palabras; a observar desde todos los ángulos las frases, los párrafos y los diálogos; aprende a mirar a los ojos de los personajes, dejando que estos le cuenten como en una confidencia sus secretos, sus amores y desamores, sus idas y venidas, sus anhelos y derrotas; y de ese modo va escribiendo una novela tras otra y tiene
lectores que leen y esperan y desean y disfrutan con y de sus historias de tal manera que ella sabe
que ha aprendido un oficio, que tiene un oficio. Sabe que el oasis que encontró en mitad del
desierto le ha dado su lugar en el mundo: el de contadora de historias.
Por
ello, no es extraño, ver en ella la misma admiración y la misma ilusión que la
niña que fue cuando tiene un libro en sus manos, ya sea suyo o de otro escritor.
Eso da igual, no importa, pues si alguien está lo bastante cerca de ella no la oirá
murmurar otra cosa que no sea: «¡Benditos libros!» Y cuando publican
estadísticas, sobre la gente que no lee, se ríe. Porque andan equivocados los
que ponen el acento y el foco en quien no lee, en ese soniquete parecido a una monserga: «Cuatro de cada diez personas no lee…» Sabe que se equivocan, pues
hay que leer incluso las estadísticas en
positivo, y en ese soniquete, ella sólo ve que seis sí que leen. Que hay seis
personas de cada diez, que como ella, cuando tienen un libro entre las manos
también musitan: «¡Benditos libros!»
Ya que es
el oasis lo que hay que resaltar del desierto, siempre el oasis.
El oasis es
vida, es no conformarse. Y puede ser también un oficio.
Besos y
abrazos a tod@s.
María
Aixa Sanz