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miércoles, 31 de mayo de 2023

LOS INQUIETOS ~ 2

Lo que le daría tiempo a husmear por la sección de revistas en la biblioteca pública. Tenía enormes ganas de hacerse con el último ejemplar de ‘7.000 RPM’. Una vez en la biblioteca, al comprobar que se le habían adelantado, se dijo que de ese mes no pasaba. Tomó y hojeó un ejemplar atrasado. Sacó el pequeño cuaderno que llevaba en el bolsillo interior del abrigo, y en él, anotó la dirección y el teléfono de las suscripciones. De ese día en adelante leería la revista cómodamente sentado en la butaca de su casa. Estaba bien darse un capricho de vez en cuando. Decidió regalársela a sí mismo por San Valentín. A escasos metros de llegar al jardincito delantero de su casa se encontró caminando hacia él, por la misma acera, a Adelaida Whitaker. Cada vez que el destino le ponía frente a ella: le temblaban las canillas, le subía el color a las mejillas y quedaba mudo. Era incapaz de articular dos o tres palabras seguidas. Así que la saludó alzando las cejas y sus manos enguantadas como si fuese la víctima de un atraco. Y raudo y veloz continuó con su caminar, olvidándose de los resbalones, hasta sentirse seguro en el interior de su casa. Una vez dentro pensó que verdaderamente su hogar era el único lugar en el que en realidad merecía la pena estar. Más que nunca lo sintió como un refugio. Su refugio. Mientras se desabrigaba y volvía a calzarse sus pantuflas y su grueso batín se reconoció por enésima vez en su historia como un cobarde mequetrefe por su falta de gallardía y su notable debilidad. En otro universo, donde la vida no tuviese su propio guión, donde el futuro no estuviese poblado de giros inesperados, donde uno fuese capaz de hacer su voluntad; él estaría  casado con una mujer como aquella. Como Adelaida Whitaker. En cambio, en el mundo actual, era incapaz de sostenerle la mirada. ¡Qué absurdo le resultaba todo! ¡Qué ridículo se sentía! Apartó sus pensamientos de un manotazo al aire, como si se tratase de una mosca, y entró en la cocina. Margaret le preparaba la comida, la noche anterior. Cocinaba para él sus platos preferidos. Era una excelente cocinera y una mujer divertida, inteligente, sexy y guapa. Era su Margaret. Su vida entera. No podía pedir más. Consciente de lo afortunado que era y cuán bien se había portado el destino con él, se reprochó beber los vientos, todavía a su edad, por la cantante de góspel como cuando era adolescente. Se entretuvo calentando la comida y sirviéndosela. Tenía la costumbre de poner la mesa, aunque Margaret no estuviese. Se negaba a comer de cualquier manera, de pie, apoyado en la encimera o sentado en el sofá frente al televisor. Margaret y él tenían un aparte en la cocina: con una pequeña mesa redonda con una pata en el centro hermosamente tallada y dos sillas de ratán, situadas frente a frente, junto a una de las ventanas que daba al jardín lateral. Les resultaba práctico dejar los platos en el alféizar interior de la propia ventana. Servía de mesa auxiliar cuando la redonda se les quedaba corta. A eso de las doce del mediodía cada jornada laborable Neville extendía un mantel sobre el que depositaba una copa de vino, una de agua, los cubiertos, un cestito con pan, la comida y el postre. Comía sólo, en silencio y sin prisas, mientras sus ojos oscilaban entre las copas de los árboles, el revolotear de los pájaros y las nubes que se formaban en el cielo. En más de una ocasión pensó en encender la radio, pero siempre acababa por descartar esa opción. Su hora de silencio mientras comía era la parte más íntima de su rutina, donde meditaba sobre lo sagrado, incluso (a veces) dialogaba con Dios. Aquellos sesenta minutos le proporcionaban el mismo efecto balsámico de quien acude a misa a diario. Por ello, todo lo que supusiera un estorbo o una interferencia a sus ojos tenía la hechura del sacrilegio. Acabada la comida, con el corazón en paz, viéndolo todo desde una perspectiva confiada, con el espíritu renovado: recogía la mesa, fregaba lo que había ensuciado, lavaba los platos, cubiertos y copas, y tras pasar por el baño se sentaba en su escritorio. 



LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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