Abril marchó y mayo llegó con la esplendidez de las flores y de los días repletos de vida afuera en el exterior. Mayo borró la lluvia de abril, pero no, lo que la lluvia trajo consigo. Estoy donde amo estar, le indiqué nada más llegar. Tenía inmensas ganas de abocárselo alegremente a la cara como un notición. La lluvia me lo había mostrado. Ella es el mejor indicador. Uno debe estar allí donde la lluvia aumenta, eleva, la belleza del lugar, del entorno. No se debe habitar en la fealdad. Y cuando llueve lo que mi vista ve y mis sentidos perciben en La Madriguera y desde ella es una absoluta bendición. Por eso sé que estoy donde amo estar. Y le agradezco todos los días a mi Dios el privilegio que es habitarla. De pie, en uno de esos días lluviosos de abril, en su interior (tras el ventanal) recordé un pasaje que escribió la Baronesa Karen Blixen en su diario sobre su vida en la granja cerca de Mombasa: “Pero cuando la tierra respondía como una caja de resonancia, con un ruido fértil y profundo, y el mundo cantaba entorno a ti, en todas las dimensiones, por encima y por debajo, ésa era la lluvia. Era como volver al mar cuando has estado mucho tiempo lejos de él, como el abrazo de un amante". De pie, hoy, en su exterior (concretamente en el porche) siento una enorme gratitud al apreciar el fruto de esa lluvia. Entiendo como un enorme honor hacia La Madriguera cada flor nueva que frente a mí se abre a la vida en este lugar. El haber elegido para florecer este paraje y no otro. Y a cada una, se lo hago saber. A cada flor un gracias de corazón y el respeto y la admiración por tantísima belleza inabarcable. No exagero si escribo que desde que el quinto mes de año hizo acto de presencia, son más las horas que paso afuera en el exterior que adentro. Entre el jardín y el porche, el camino y los picnics al aire libre (en la milla de alrededor) se arman las horas y las jornadas deliciosamente naufragan en la orilla de la noche. Es entonces, a la luz de la luna, cuando las luces de La Madriguera se encienden y el refugio recobra su pulso. Pero hasta el atardecer es en el jardín donde transcurre mi existencia. Mi cuerpo se entiende bien con él. Los músculos, las piernas, su fortaleza, este estar de nuevo en forma gracias a mi Dios. Momentáneamente olvido entre hojas, savia y fotosíntesis la dureza de los entrenos de estos dos años, de la misma manera como lo hago sentada en el porche con una taza entre mis manos de dulce infusión. Hay algo muy del oeste en esa actitud. En ese sentarse y perder la vista reposadamente en el horizonte. Pero esa es otra historia. En las horas compartidas con el jardín de La Madriguera he descubierto lo mucho que me compensa trabajar a su antojo. Al haberlo ideado a varias alturas y por capas, resulta ser un espacio cambiante, que varía con cada amanecer, sujeto a una fuerza y un lenguaje invisible y silencioso. Desde él sé que nunca voy a captar una misma fotografía, pues la repetición no está en sus hechuras. Lo idéntico, tampoco. He aprendido de su mano que nada hay más parecido a la vida que un jardín. Ambos se escapan al férreo control humano, ambos acaban desarrollándose según su propio guión. Reparo en este punto en que la manera sorpresiva en que la vida se presenta ante nosotros ha sido el gran tema en el que mis novelas se han sustentado. Cada una de ellas. No suelo en estos diarios referirme a mis libros, porque deseo que estos escritos sean otra vertiente de mi obra, pero lo cierto es que esta mañana en el camino he caído en la cuenta de que un lunes como el de hoy de hace once años se publicó El olor del silencio. El 16 de mayo de 2011. Y el orgullo me invade. Recuerdo que comencé a escribirla en los primeros días de marzo de 2008, y no dejé de trabajar en ella ni un solo día hasta ese radiante mayo de 2011. Lo que su publicación supuso para mí fue una sucesión de maravillas, que once años después todavía perduran y no sólo en mi corazón. Asocio desde siempre esa época con los narcisos en flor, con el sol, el salitre, el amor y la pasión; y me es imposible no sonreír al recordar. Fue reto, aventura, muchísimo trabajo y desafío. Como lo han sido cada una de mis novelas, como lo ha sido volver a caminar. En mi larga vida de casi medio siglo lo que mejor he hecho, lo que verdaderamente ha retratado quien soy, lo que me ha definido, mi orgullo y fortaleza, ha sido escribirlas, escribir cada una de ellas, y volver a caminar en cada nueva ocasión en que se me ha privado de la característica principal de los bípedos. Cada palabra depositada en silencio para que tomasen forma mis historias, como cada ejercicio también en silencio para sostenerme en pie y un paso tras otro volver a caminar es lo que conforma mi ADN, mi nombre y apellidos, el aire que respiro, mi corazón bondadoso e inmensamente agradecido, mi alma libre, mi sentido común, la valentía de mi espíritu, la mirada alegre de mis ojos llenos de esperanza, la sonrisa en mis labios de fresa y la absoluta fe de todo mi ser (hasta el último pensamiento) en mi Dios. Y, ahora, en este instante cuando la tarde va camino de replegarse sobre sí misma, antes de que mi mente cace al vuelo la nostalgia que sé que una parte de mí siente por los días de lluvia, por el otoño y el invierno en general, recojo los bártulos y pongo el punto y final a la entrada de hoy con la intención de torcerle el ánimo. Mejor levantarme, salir al jardín y tijeras en mano preparar un pequeño arreglo floral. Me alegra enormemente tener mi propia cosecha de flores. A la vista está que me satisface lo que a mi existencia el esfuerzo trae a manos llenas.
“Pon en manos del Señor todas tus obras, y tus proyectos se cumplirán. Proverbios 16: 3”
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 16 de Mayo de 2022 )