«La gente que vive al nivel del suelo nunca
se sienta.
Ha dejado de preocuparse por si envejecen unos cuantos segundos
más
rápido que sus vecinos. Esas almas aventureras descienden
a veces hasta el
mundo más profundo, bajo los árboles que
crecen en los valles, nadan
con calma
en los lagos de las cotas más cálidas,
se desplazan sobre el suelo. Apenas miran
los relojes y
no sabrían decir si es lunes o jueves.
Cuando los otros pasan
burlándose
a su lado, se limitan a sonreír.»
—Alan Lightman—
Las palabras regresan con el solsticio de
verano. Las historias, también. Huérfana me encuentro cuando cada primavera me
abandonan para irse a descubrir nuevos mundos, territorios lejanos. Su huida de
mí, esa lejanía que siento cada día que pasa como si tuviese piedras en los
zapatos y plomo en la sangre se borra de un plumazo cuando regresan de nuevo,
siempre, inesperadamente, que es como ocurre todo lo bueno de la vida. Entonces
se dibuja una sonrisa enorme en mi rostro, difícil de borrar e imposible de
esconder. Supongo que cuando se alejan de mí, muy a mí pesar, lo hacen para con
el regreso y el reencuentro conmigo, entre ellas y yo, tener entre todas ganas
de contar. Renovar las ganas como quien renueva los votos. Puesto que si las
palabras sólo sirven para contar; más o menos, una contadora de historias, también. Así que heme aquí feliz frente a la página en blanco: contando,
narrando, creando, construyendo con palabras textos, narraciones, historias
para ser leídas y que al serlo provoquen en el lector la comunión con ellas ya
sea porque han hecho aflorar en él preguntas o reflexiones iluminando sus
propios pequeños mundos, o porque sencillamente le han proporcionado bienestar.
En estas semanas de asueto forzado, —llamémoslo asueto forzado a no poder
escribir—, con la serenidad que da el vivir con los cinco sentidos y al
completo las emociones, supe que se había producido el punto de inflexión y que
las palabras y las historias volverían a mí, la mañana en que de manera también
inesperada un águila me sobrevoló. Jamás había tenido un águila a ese
alcance. Fue un instante maravilloso y descomunal. Cuando retiré la vista del
cielo casi que sin dar crédito a lo que había visto, entendí que no es lo mismo
estar vivo que vivir, como tampoco es lo mismo preferir admirarse la punta de
los pies a contemplar los cielos. Esa mañana cuando el águila me hizo
el honor de mostrárseme me dirigía al mercado a comprar fruta y verdura de
temporada. Era viernes, lo recuerdo bien, y tenía en mente además de acercarme a
los puestos, el visitar a Hartpic, el sembrador de flores, que había conocido a
finales de abril cuando andaba buscando unas semillas de una flor que crecía en
Caótica y que pensé me gustaría plantar en estos pagos. Cuando conocí a Hartpic conectamos. La mañana en que lo conocí resultó ser una
mañana muy instructiva. El oficio de contador de historias se muestra
tremendamente enriquecedor cuando puedes pegar la hebra con personas que tienen
mucho por contar y muchas ganas. Cuando ves en ellas sin imponerse la pasión
por trasmitir su día a día, sus andanzas. Hartpic es un tipo sencillo, poseedor
de esa mirada limpia, generosa y pragmática que poseen como un tesoro muy poco
valorado las personas que se han pasado toda su vida a pie de tajo o de arado.
Hartpic siembra y cultiva flores y plantas a mansalva, lo ha hecho desde
siempre, minuciosamente y en silencio. Trabajar con las manos da la sabiduría
de lo correcto. Las cosas salen bien o mal, según tu precisión y labor. Me
gusta la gente así, gente que posee la sabiduría en las manos. Compartí
inmediatamente con él el hecho de que a mí la naturaleza me entrega, me ofrece,
me da, me hace sentir algo que ningún ser humano, ni ninguna actividad, ni
situación es capaz de darme. Él también lo cree. Nos dimos cuenta que
coincidíamos en eso y en otras muchas cosas y los treinta años que nos separan
no nos hacen entender el mundo de distinta manera. En él he hallado un buen
amigo con el que conversar de todo y de nada. Aquella mañana me mostró el trabajo en el que estaba totalmente inmerso,
y me lo mostró, con la alegría del niño que recibe a los primeros invitados en
la fiesta de su cumpleaños. Me lo mostró desde la bondad y el respeto. De
hecho, él se dirige siempre a mí desde la bondad y el respeto y eso me gusta.
En un extremo de su tierra de cultivo, de su jardín de flores, tiene ubicado un
pequeño habitáculo de madera que es donde despachaba las semillas, las plantas,
las flores; y, en el otro extremo alejado de la vista, a la sombra de unos
inmensos árboles, tiene su taller y fábrica de inventos, me lo mostró también
en aquella mañana, y es hacia allí donde me encamino cuando quiero visitarlo.
El lugar es un viejo establo sin caballos aseado y encalado de blanco que en
primavera y verano permanece abierto para que los pájaros entren libremente y
puedan realizar sus nidos, mientras él trabaja en su banco de madera, creando
variedades nuevas de flores, inventándoselas, o reparándoles el cuerpo y el
alma a otras, bajo la atenta mirada de su abuela que en una fotografía en
blanco y negro enmarcada en madera cuelga a casi dos metros del suelo. Me
sorprendió encontrarme junto a la jamba de la puerta retratada a una señora con
el atuendo de principios del siglo XIX sentada divertida. Pensé al verla que
ella fue una de las primeras pioneras. De modo que la mañana del viernes en que
vi el águila entré en el viejo establo diciéndole: «Hartpic acaba de sobrevolarme un águila». «Muy bien,
María, sólo se muestra a los inteligentes, protegerá tu inteligencia, la
elevara, la ennoblecerá.» Ello me hizo inmensamente feliz porque concordaba con
la sensación que había tenido de que las palabras y las historias regresarían a
mí más pronto que tarde. Le respondí: «Hartpic no imaginas cuánto me alegra
cada día haberte conocido, ¿en qué estás trabajando?» «Es secreto, María, es
secreto. No olvides nunca que todo lo que contiene magia antes de ser mostrada
ha sido secreto. Y sin magia a esto de vivir le falta su aquel», me contestó. «Como con la
risa, ¿a qué sí, Hartpic? Como con la risa, pues un día sin reír es siempre un
día perdido. ¿No lo crees, así?», le dije. «Totalmente, María. Totalmente», me respondió,
y sacó un par de cervezas del refrigerador y nos las bebimos contemplando como
el aire de finales de primavera bailaba su danza con las miles de mariposas que
inundan su cultivo; y, sí, ambos pensamos lo mismo, valga la redundancia,
pensamos que no es lo mismo, nunca será lo mismo vivir y que estar vivo.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz