«Era
inevitable: el olor de las almendras amargas
le recordaba siempre el destino de
los amores contrariados.»
—Gabriel García Márquez—
Salió, Cadence, a la mañana sin
apresurarse, dispuesta a disfrutar de su primer día libre después de muchísimo
tiempo. Al recorrer las calles que la llevaban desde su pequeño apartamento a
una de las avenidas más concurridas notó que aún envuelta en sus prendas de abrigo
la primavera estaba brotando dentro de ella. Harta de tomar decisiones a
diestro y siniestro se dijo que ese día no tomaría ninguna sino haría
todo lo contrario y se dejaría llevar solamente por su instinto.
Entonces hablándole al aire se dijo: «Desconecto», para a continuación poner en
pausa al verbo decidir. Dos metros más
allá, se besó la palma de la mano, puso la mano como un cuenco y depositó sus
labios en ella y la besó. Lo hacía cada vez que su
alma y tal vez, también, su cuerpo notaba el vacío que le provocaba la ausencia
de todos los seres que había amado a lo largo de su vida y que ya no estaban.
Tras el beso se relajaba y podía seguir con lo que fuera que estuviese
haciendo. Cadence era dulce y le gustaba pasar desapercibida, por ello, le sorprendió verse a
sí misma contemplando en una tienda un blusa primaveral y fresa, demasiado llamativa para el estilo que solía vestir; pero más la
sorprendió, como guiada por alguien que no era ella, verla en el probador sobre su cuerpo redondeado por la edad, maduro y bello en vez de sobre la percha; pagarla, llevársela puesta y ocultar en la bolsa de la tienda su ropa de abrigo e invernal. «Sí, la primavera está
brotando dentro de mí. Lo noto», musitó para sí, radiante, al ver su reflejo en
los cristales de los establecimientos que iba dejando atrás a su paso. Caminaba
serenamente pero no lentamente, sin rumbo, fijándose en cómo su cuerpo y su
alma, o a la inversa, reaccionaban ante ese caminar sin plan, ante ese caminar
y punto. Frenó en seco delante de la puerta de la librería que solía frecuentar en
otra época, pero ya no era una librería era una tienda de hechizos. Es decir,
de elementos esotéricos y cartas astrales. Pensó con la mano en el pomo de la
puerta que estaría bien entrar y pedir un hechizo hecho expresamente para ella
que la hiciese sentir poderosa como solamente nos hace sentir el amor, el
sentirnos amados y el estar enamorados. El hechizo podría decir algo así como:
«Chas, chas, chas: con este hechizo me amarás todavía más. Y cuando me
maldigas en alguna hora por ser tu insumisa preferida en sapo te convertirás»,
se desternilló feliz y completa, al imaginar los ojos de alguien en concreto mirándola después de habérselo susurrado al oído como un secreto con hechuras de promesa. Deslizó la mano sobre el pomo, lo
soltó y sus pies continuaron caminando por la acera y sus ojos miraron al
cielo. Advirtió que tenía sed y hambre y paró a tomar bebida y alimento. En la
esquina de enfrente de la cafetería donde se había detenido a repostar, reparó
en la existencia de una librería que ella pensó que era nueva. Con el estómago
saciado cruzó la calle siguiendo la voluntad de su deseo de curiosear y con la
nariz pegada al cristal de la librería comprobó que de nueva tenía bien poco.
Entró y el interior le supo a bodega de barco, madera y ron. Se sintió pirata y
polizón a la par. En las mesas expuestas había una cantidad formidable de
historias en las que adentrarse y perderse y tras ellas una ancianita que la miraba con los ojos achinados. Le
sonrió. Se sonrieron mutuamente. «No se preocupe, no tema perderse. Nadie se
pierde nunca entre historias», le indicó la anciana. Cadence le sonrió de nuevo, pero esa vez, ampliamente. Su sonrisa iluminó el rostro de quien le acaba de hablar. «Hace
mucho que no leo un libro entero y estoy buscando uno para leerlo de principio a fin y vuelta a empezar el resto que me queda de vida. Una vez tras otra, en bucle. Sólo
ese, ninguno más», le indicó Cadence a la anciana, del tirón y sin pensarlo,
hasta el punto de que las palabras le resultaron a ella misma reveladoras, pero
no sorprendentes. No le constaba haberlas pensando, ni repensado, ni madurado,
pero no le extrañaron. «Entonces está en el sitio adecuado», le respondió la
anciana que tendió hacia ella un platito con almendras. «¿Quiere? ¿Gusta?» Cadence tomó un puñado pequeñito y lo depositó en la misma palma de la mano que
horas antes había besado. Empezó a deambular por la librería. Sabía que quería
una buena edición. Un libro que le durase toda la vida y que la enamorase cada
vez que lo tuviera entre sus manos, tanto como la historia encerrada en él. En
cuanto a ésta, quizás, la historia ya estaba decidida desde la fecha de
nacimiento de Cadence, o desde años ha, o desde que entró concretamente en ese
local en cuyas paredes estaba penetrado, como una potente capa de pintura, el
olor de los libros de hoy y de antaño, o, tal vez, desde que la anciana le
tendió el plato y la invitó a probar. Lo cierto es que a Cadence su instinto la
guio, y, sólo le hizo falta localizar la historia y hojear el libro para llevárselos a ambos con ella.
«La tengo. Lo tengo», le indicó a la anciana al pasar por delante de ella, alzándolos con
la mano a su mirada, como quien alza la copa del triunfo. La anciana no estaba.
Preguntó por ella en la vieja caja registradora. No había ninguna anciana.
Cadence se ruborizó y se sintió borracha de felicidad. Se llevó el libro puesto
como la blusa fresa. Salió a la calle contenta. Muy contenta. Disfrutaba del
día que ya declinaba. «Sí, es la primavera», se dijo, cuando la puerta de la librería se cerró a
su espalda como si alguien la hubiese cerrado con muchísimo cuidado dejando
dentro algo más que un largo invierno.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz