«Tenemos que obligar a la
realidad a que responda a
nuestros sueños, hay que seguir soñando hasta
abolir
la falsa frontera entre lo ilusorio y
lo tangible, hasta realizarnos y
descubrirnos
que el paraíso estaba ahí, a la vuelta de todas las esquinas.»
―Julio Cortázar―
Si siempre alcanzásemos lo
justo, lo deseado, nunca llegaríamos a ser hombres y mujeres magníficos, ni
tampoco en apariencia completos y en sentimiento, plenos. Si siempre
alcanzásemos lo justo, lo deseado, no tendríamos ni idea de a qué se parece la
plenitud y sobre todo el esfuerzo y el color y el valor de nuestros sueños, de
nuestros deseos y también de nuestros caprichos. Si siempre alcanzásemos lo
justo, lo deseado, no nos sería posible: mejorar, ensanchar nuestros propios
límites, retarnos, crecer y convertirnos en otra persona cada día. Si siempre
alcanzásemos lo justo, lo deseado, al primer intento o con una pasmosa
facilidad, en vez de después de mucho trabajo y empeño o nunca, seriamos seres
planos. Totalmente planos, sin ningún interés, involucionados. Al no ser así, al tener que enfrentarnos al hecho de que hay que poner de nuestra parte para alcanzar lo justo y lo deseado, nos vemos sin remedio obligados de alguna manera cada día de nuestra
vida a buscar el sol, a demostrar constantemente nuestra disposición, voluntad,
ingenio, resiliencia y resistencia. El anhelo de acariciar lo justo y lo
deseado nos obliga a seguir creciendo incluso peinando canas. La indolencia de
lo justo nos aboca a desperezarnos a la vida, abriéndonos como una flor a los
sentidos y a los sentimientos para ver qué es lo posible y lo imposible. Por
ello, es necesario ver en cada cambio por muy nimio que este sea, en cada
variación, en cada improvisación, en cada modificación, en cada recodo del
camino, en cada cerrar de ojos para abrirlos después de haber tomado aire para
respirar de nuevo, una oportunidad y no un desastre, porque vivir siempre es
increíble y es sin duda maravillosamente increíble por lo imperfecto de nuestro
existir. Y, ante lo imperfecto, ante esa maleabilidad de la vida, ante esa tendencia por llevarnos la contraria y provocar en nosotros pequeñas
hecatombes, es natural que nuestros logros nos llenan de dicha y nuestros
“fracasos”, ―nefasto considerarlos como tales, en vez de lo que son: una forma sorprendente e inesperada de obtener habilidades―, nos impelen a levantarnos con todas las
fuerzas y a continuar. Las variaciones, los cambios, son el vehículo para que
ese desperezarnos a la vida sea posible y son el modo en que las experiencias
pasan a formar parte del haber del que extraemos la sabiduría que nos
convierte en quienes realmente somos. Si siempre alcanzásemos lo justo, lo
deseado, no aprenderíamos que si un día algo acaba, no pasa nada. El mundo no
acaba. No aprenderíamos que eso sólo ha sido una etapa pero que tú eres mucho
más que una etapa, eres una mujer eterna e infinita, un hombre sin fin. No
aprenderíamos que el placer es una sucesión de cuerpos infinitos, y el amor, en
algunos momentos del existir también, como algunas tareas son el marco y
escenario donde intentamos alcanzar exactamente eso: lo justo y lo deseado.
Nuestra estancia en la Tierra es un billete de ida para el único viaje
necesario: el del crecimiento. Un billete de ida sin vuelta, que cada cual lo
aprovecha, o no, lo mejor que sabe. Si se aprovecha, se acaba averiguando que la
vida son etapas que existen precisamente por la imperfección de la vida y que comienzan habitualmente con giros que nos empujan a ese tener que
desperezarnos a la vida, por tanto, no nos queda otra que nutrir esos giros de
esperanza y de energía positiva. Puesto que crecer es eso, e intentar alcanzar lo justo y
lo deseado, también.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz