«Sonora es el lugar en el
que habita la mayoría
de mis recuerdos y olvidos.
El mundo físico al que
pertenezco,
el microcosmos que me pertenece.
Mi paisaje sentimental.»
―Paty Godoy―
«Te llevaré a cabalgar por
los desiertos de Sonora», acaba de susurrarme al oído, mi amor. Es él mi Dios.
Sin guía, sin mentor, sin manual de instrucciones, avanzo y me sumerjo por la
vida como él me ha enseñado desde la verdad, desde la verdad amo y vivo, desde
la verdad voy. Llevo sobre la piel una de sus camisas, preparo el café y beso
su boca de hombre auténtico, sin rodeos y sin filtros. Recién acaba de
amanecer, recién acabábamos de amanecer. «La única forma de sobrevivir al
verano, es agarrarse al amanecer para poder respirar», le digo, sonríe. Nadie
me conoce como él. Él que vale un universo la pena. Él que arrastra las
palabras al hablar y que se las ofrece al mundo en forma de frases cortas y
cortantes, como una limosna, con esa actitud real para nada impostada a lo
Clint Eastwood, de tipo duro, de hombre del oeste. Sé que a lo máximo que
podemos aspirar como individuos es a que haya al menos una persona sobre la faz
de la Tierra que te sepa, que te conozca mejor que tú a ti mismo. Él me sabe.
Se lo digo: «Tú me sabes. Yo te sé.» Ese es el verdadero tesoro de dos: saberse
y abandonarse al otro sin reservas. De modo que de la mano de quien más y mejor
me conoce y de la mano del instinto, ―esa valiosa cualidad que suele acertar
más que incluso los argumentos― consigo a veces, no sé ni cómo, mantener el
pulso de la vida algo que es menester para no caer en las garras de la
insulsez. Pues la existencia es como una narración, en ambas hay que mantener
el pulso de la vida, ya que nada hay peor que las existencias y las narraciones
que no consiguen mantenerle el pulso ni a la trama, ni a la vida. Porque
entonces sólo tienes ganas de gritar por lo exasperante de las horas: «¡Mátame
camión!» Si mantener el pulso de la vida para todo ser vivo es fundamental; qué
decir para los humanos, y todavía más, para las mujeres. Nos cuesta tanto
conjugar nuestro femenino singular, llevarlo a cabo y a buen puerto, son tantas
las veces que el femenino singular se asemeja a una odisea, que cuando
constatamos que vamos manteniéndolo, apuntalándolo, erigiendo, cuando vemos
como poquito a poco se va materializando y dejamos de ser por unas horas: “la
mujer de…”, “la madre de…”, “la hija de…”, “la hermana de…”, “la nieta de…” y
ese yo, YO en mayúsculas, se alza como algo tangible la vida sabe bonito y
completa. Mi marido suele decir que los idiomas forman el carácter de los
pueblos, que éste obedece totalmente a cómo se construyen las frases, a cómo se
explican sus gentes; pues bien, creo que algo similar pasa con el carácter de
las mujeres, éste viene marcado por el empeño que cada una de nosotras le pone
a ganarse tercamente un lugar para que su femenino singular tome forma, por
tanto, no es extraño que cuanto más maduras y viejas somos: la plenitud vaya en
total concordancia al tiempo y al espacio y al tamaño que durante nuestra vida
hemos parcelado, reservado y conseguido para nosotras mismas con determinación e independencia. A un
lustro de alcanzar la cincuentena, de sobra sé que ese femenino singular es mi
propio desierto de Sonora, sé que nunca seré más la niña que bajaba siempre a
buscar la mar por los caminos de tierra a toda velocidad sin saber nunca que
iba a encontrar realmente, aun así, no dejo de tener la maldita sensación en la
boca de que todo acaba de comenzar, de que todo está acabando de comenzar. Como
si lo bueno hubiese llegado ahora y no antes, aunque sé que hay algo cansado en
mí, de ese modo lo siento. ¡Malditas, estúpidas, sensaciones heroicas!
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz