No
me importa hacerme vieja y que mi cuerpo vaya cambiando. Metamorfoseándose y
transformándose primero en mi madre y luego en mi bisabuela. No me importa
dejar de ser joven, si ello significa saber cómo afrontar las trampas de los
días lucidos. Si ya el pasado verano oí un clic en mi interior que me hizo
disfrutar de una paz insólita e inusitada en mí, ahora sé que sólo fue el
principio de lo que tenía que llegarme en este invierno en la soledad de
Canadá. Desde niña, bueno, desde siempre he tenido la sensación, de que he sido
más madura y he poseído una lucidez y una fortaleza mental mayor de la que me
correspondía por edad. Y la vida con su realidad me ha demostrado cuánta razón había y hay en esa sensación o en esa percepción, pues gracias a esa anticipada
madurez, a esa fortaleza mental y a esa cabal lucidez, ―desde que tengo uso de
razón―, he ido sacando a flote los distintos envites a los que el destino me ha
ido abocando, teniendo que asumir y hacer frente a vivencias que para nada han
correspondido tampoco a la edad de cuando estaba sumergida en ellos. Hoy soy una
mujer madura. Cuarenta y cuatro años son pocos si se ha vivido poco, pero
son muchos si se ha vivido mucho.
Cuarenta y cuatro años son suficientes para como Thoreau crear toda una obra
que traspase los límites del tiempo y del espacio o para con trabajo,
disciplina y talento haber cumplido tus sueños. Cuarenta y cuatro años son
demasiados para no saber aún que la vida es esto, que no hay gamusinos a la
vuelta de la esquina, que ya hace tiempo que los últimos estertores de la
juventud han quedado atrás. Y, ahora, que estoy en la fase de ir entendiéndolo
todo, en el que las últimas piezas del puzle que es la existencia van
encajando, en ese entrar en la madurez e instalarme en ella, pues en ella es donde
al fin y al cabo ha de transcurrir mi futuro: la lucidez se presenta como el
demonio de las mil caras. En la madurez y ya qué decir en la vejez, la lucidez
es quien ahoga y asfixia, quien roba la alegría, quién usurpa instantes felices
al cúmulo de momentos que es vivir. Y para combatirla a ella, a sus mil caras y
a sus trampas, uno debe tener elementos para zafarse y con los que librarse de esa claridad mental, de esa abrupta cordura que entristece, en un combate que siempre será un
cuerpo a cuerpo. Para tener el alma en calma uno debe poseer una existencia plagada de
ardides. Aunque lo fundamental, lo que en verdad nos fortalece, es la fuerza
del amor en todas sus formas. El amor es quien nos mantiene vivos y nos
sostiene en la vida, por eso un te amo
y un te necesito jamás deben ser
vistos como un instante de flaqueza o debilidad sino como lo más inteligente
que el ser humano puede decir si de ese modo lo siente. Ese te amo y ese te necesito si nace de la verdad es la llave para abrir todas las
puertas, incluso la del perdón, y por supuesto, la del alivio interior, reparador y
tranquilizador. Así que si en tu vida hay amor y tienes un compañero de vida y
de viaje, un cómplice, que es tu lugar en el mundo y que él ha hecho de ti su
nido, tienes un talismán. Si eres la red y la sed de alguien tienes la fortuna de tu parte. Pero aun con todo el amor del mundo no basta,
pues la lucidez es asunto arduo a la hora de ser derrotado, de manera que en tu
haber también debes contar con otros ases en la manga. Como por ejemplo, lectores míos, pueden ser en mi caso: seguir
con una firmeza absoluta los pasos a los que mi intelecto y mi curiosidad y mis ganas siempre me han unido, es decir, al oficio de contar
historias para desentrañar el alma humana; mantener un contacto permanente con
la naturaleza para sentir la plenitud de la vida en toda su extensión; cantar
canciones al oído de mi amado amor para engrandecer nuestra historia; leer
sentada en un rincón para obtener algo muy parecido a la desconexión; conservar una viveza sensorial atenta y
despierta que me ayude a crecer como ser humano; entender y estar en comunión con
el trino de los pájaros para que su dicha sea parte de la mía; maravillarme con los colores y las formas de
las flores puesto que la vida en color resulta ser al menos para mí un lugar mejor; y también
cómo no, caminar en la tempestad o a pleno sol, con tal de no sentirme
enjaulada, atrapada, retenida contra mi voluntad. Y sé, que sólo de
ese modo, plantándole cara con nuestros particulares subterfugios a las trampas
de la lucidez, en algunos días podremos
advertir cuán bendecidos estamos. Sólo de ese modo podremos constatar que en
nuestro existir hay días en que la rosas no tienen espinas y seguir viviendo confiando en que sea
verdad lo que el sabio Sándor Márai solía decir de que en la vida ocurre todo
lo que tiene que ocurrir y, al final, todo encuentra su lugar; o también en lo
que el viejo tejo pensaba de que quién resiste, aguanta.
Besos
y abrazos a tod@s.
María
Aixa Sanz