EL SEGUNDO LUNES DE MARZO había sido una jornada lo suficientemente ajetreada e intensa, para que con el amanecer del martes, ambos ambicionasen antes de abrir los ojos: dos semanas de vacaciones o, al menos, un festivo entresemana. Pero al abrirlos, la realidad se impuso; y sin escapatoria, se levantaron para hacer frente a tareas dispares previstas e imprevistas. Por si fuera poco, entre bostezos, repararon en que la noche había dejado un palmo de nieve y el día se había presentado con una bajada considerable de las temperaturas. “Lo que faltaba", dijo Margaret, y añadió: “Con las ganas que tengo de primavera.” “Todavía estamos en marzo, preciosa mía. La primavera no llega a este lugar hasta mayo”, le recordó Neville. “Lo sé, mi amor. Lo sé", protestó Margaret. Al acabar de desayunar cuando Margaret se abrigaba para salir al exterior, Neville resolvió acompañarla. “Así si resbalamos que sea juntos", bromeó ella. “No vamos a resbalar", contestó él, con seguridad. Una clase de seguridad que ella descubrió al conocer a Neville, y a la que se acostumbró desde el primer día porque le reconfortaba como nada antes. Concretamente, el tipo de seguridad que ofrece quien decide soportar el peso del mundo en su espalda con tal de evitar el sufrimiento del resto. Al igual que Neville, Margaret no tuvo fortuna con el padre que le tocó en suerte. Su padre jamás cumplió con lo que se espera de todo hombre que forma (voluntariamente) una familia. Nunca procuró por el bienestar de sus hijas. No lo quiso, ni movió un dedo para alcanzarlo. Jamás las protegió. No conocieron, a su lado, lo qué era vivir en un entorno seguro. Pasaron hambre y otras penurias. Y sin saber lo que era la paz del hogar, desconociendo el significado de una existencia en armonía, y a falta de un horizonte y un futuro, para sobrevivir aprendieron muy pronto (antes de lo razonable) siendo unas niñas a sacarse las castañas del fuego. Seguramente, por lo vivido, Margaret tras averiguar en su adolescencia que se le daba bien cocinar, que le gustaba, que tenía mano para la cocina (un don, como la gente suele llamar a la aptitud natural para realizar una labor), que no le molestaba ni el calor, ni el estrés, ni el tremendo esfuerzo físico que supone trabajar en una cocina profesional: decidió hacerse cocinera porque pensó que de esa manera nunca más volvería a pasar hambre, ni le faltaría trabajo. Intuyó que un cocinero mediocre siempre encuentra un puesto, aun en la más inmunda de las cocinas. Uno bueno, incluso puede elegir cocina. Y a uno excelente, se lo rifan. Así que con trabajo, seriedad y talento, Margaret, acabó convirtiéndose en uno de los que reciben ofertas, de los que pueden elegir. Y en cada ocasión que pudo elegir, optó por hacerse cargo de cocinas en centros de voluntariado. Le gustaba cocinar para aquellos que les era imposible hacer frente a la cuenta que supone el menú de un restaurant con estrellas. Lo prefería porque pensaba eran paladares más honestos, que valoraban el trabajo ajeno de un modo menos artificial y que merecían también la calidad de un buen cocinado. Sí. Estoy orgullosa de la persona que es, pensó Margaret, y se aferró al brazo de su marido. Neville notó el peso de su mujer en su cuerpo. Le gustó. Le gustaba sentir la confianza de ella recayendo sobre sí. Caminaron en silencio. Atentos a la nieve, a los obstáculos, a los otros viandantes, al tráfico, a las irregularidades de la acera. Cuando llegaron al centro de voluntariado Margaret se soltó del brazo de Neville con auténtica pena; de haber podido elegir, en esa mañana, hubiese escogido no levantarse de la cama en todo el día y quedarse instalada en el hueco del cuerpo de su marido. Se despidieron como era costumbre en ellos con un apasionado beso. Neville giró sobre sus talones satisfecho porque había dejado a buen recaudo a Margaret. Había hecho una entrega perfecta, sin daños. Sólo le restaba llevarse a sí mismo hasta su casa con un buen resultado, de lo contrario, menudo ridículo. Entretanto caminaba de regreso; Margaret, se cambiaba en el vestuario. Allí, cada jornada, le esperaba la ropa de trabajo: limpia, blanca, planchada. Se desnudó, dobló su ropa de calle y se enfundó los pantalones, la chaquetilla y el gorro de cocinero. Entretanto volvió a repetir, esa vez en voz alta: “Sí. Estoy orgullosa de la persona que es.” Porque Margaret pensaba que el mundo solamente estaba dividido entre dos tipos de gente. Las personas (buenas) como Neville que ven en el otro (en primer lugar) a otra persona que como tal merece todo el respeto, y jamás lo olvidan. Y, las personas (malas e interesadas) que ven en quien tienen enfrente (sólo) una condición, una función, y olvidan (intencionadamente) que ante todo y en primer lugar, es una persona. Dijo, también, en voz alta como para acabar de explicarse a un interlocutor imaginario: “Por ejemplo: la cajera del súper, el celador, el paciente, el empleado, la camarera, el hijo, el atleta, el vecino, el piloto, la cantante de góspel, el mendigo, la cocinera, el amigo, el cuidador, el inmigrante, el corresponsal, la amante son antes que nada personas con sus vidas complejas y sus sentimientos que merecen todo el respeto. Porque la cajera no es sólo cajera, ni el celador sólo celador, ni el paciente sólo paciente, ni el empleado sólo empleado, ni la camarera sólo camarera, ni el hijo sólo hijo, ni el atleta sólo atleta, ni el vecino sólo vecino, ni el piloto sólo piloto, ni la cantante de góspel sólo cantante de góspel, ni el mendigo sólo mendigo, ni la cocinera sólo cocinera, ni el amigo sólo amigo, ni el cuidador sólo cuidador, ni el inmigrante sólo inmigrante, ni el corresponsal sólo corresponsal, ni la amante sólo amante. Son personas. Sienten y padecen. Aman y son amados. Ríen y lloran. Tienen días buenos y malos. No son autómatas. No existen con una sola función. No están ahí como una sola condición. ¡Por el amor de Dios!”
LOS INQUIETOS
© MARÍA AIXA SANZ, 2023
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